LA MUJER DE LA GUARDA



Escrita por Sara Bertrand
Ilustrada por Alejandra Acosta
Editado por Babel Libros
Recomendado para Lectores en marcha
Libro ilustrado

     La mujer de la guarda no es un libro ilustrado tradicional. No se filtran entre sus páginas algunas ilustraciones interpretando el texto. De hecho las ilustraciones que la acompañan no son las típicas de los relatos infantiles contemporáneos, sino más bien la de los relatos en los que nuestros padres o abuelos sorprendieron las primeras letras. Se trata de grabados y al mismo tiempo no se trata de grabados, pues estos se hayan intervenidos con algunas ¿fotografías?, ¿trazos de pluma?, ¿collages?, ¿ilustración digital?, el recurso es impreciso a los ojos del profano, como es el caso. Nada es lo que parece en este relato de Sara Betrand y Alejandra Acosta. Las ilustraciones, en este caso, abren y cierran el libro. 8 páginas dobles abren el relato. 8 páginas dobles cierran el relato.  En medio de ellas se encuentra el relato de Jacinta, una niña que ve “(…) a la mujer más bella del mundo arriba de su caballo azul” (p. 23). En una de sus manos hay un ojo que le índica a donde ir, y en la otra un cuenco dorado. Jacinta tiene que cuidar de sus hermanos, José y Joaquín, mientras su padre y la mujer que los acompaña no están. A veces el padre se demora mucho en llegar a casa y Jacinta le cuenta un relato – cuyas líneas discurren en azul, el mismo color de la cabalgadura de la mujer más hermosa del mundo- acerca de unos  Ellos que cada verano llegan a la casa de los mellizos y les obligan a vivir en los árboles. El relato da vuelta y vuelta sobre sí mismo, se dobla y desdobla en simbolismos, como los cuentos maravillosos de antaño, aquellos en que nuestros padres o abuelos sorprendieron las primeras letras.

     Hay algo de caleidoscópico en La mujer de la guarda y también de subversivo. De subversivo, porque encontramos que las cosas se revuelven, pues Jacinta no es acompañada por un ángel de la guarda, sino por una mujer, que proviene de un relato de la tradición tibetana. Más aún, el relato distingue entre entidades sobrenaturales masculinas, los duendes, y femeninas, las hadas. No hay espacio para el dios de los cristianos aquí. De hecho, la resolución final, casi, pero no cierto, un deus ex machina, es un desdoblamiento donde el principio femenino es el protagonista. De caleidoscópico, porque La mujer de la guarda juega al espejo, a la duplicación.

     Estamos pues, ante un relato que se escapa de la linealidad y la ñoñería a la que estamos acostumbrados frente a tantos productos comerciales tipo Disney, o domesticados, tipo Browne; un relato que se presenta de una forma ante el público infantil, pero que muestra una cara más feroz ante el adulto que media la historia. Uno de esos relatos que definitivamente no fueron propuestos para el consumo voraz ni para el inmediato olvido.       

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