Autor
por: Edgar Rice Burroughs
Traducidos
por: J. Dubon y Carmen Ruíz del Árbol
Editorial:
Aguilar
Recomendado
para lectores en marcha
Novela
de aventuras
Las series tienen un encanto especial. Si
se realizan bien nos obligan a seguirlas por todo el tiempo que quieran y se
insertan en nuestras vidas de una u otra forma. Por otro lado, si no se
construyen bien desde el principio, no hay forma en que entres en ellas. Alguna
de mis malas experiencias con series incluyen a Harry Potter y Las crónicas
de Narnia; algunas de mis mejores experiencias con sagas incluyen a Harry Dresden y la Serie marciana.
La llamada serie de Marte o Serie marciana
de Edgar Rice Burroughs está compuesta por once títulos, de los cuales, en esta
ocasión me he leído tres de un tirón. Fernando Bedoya me ha desencantado de
seguir con la lectura de los otros, pues insiste con terquedad en que solo son
cinco títulos y que los dos finales están protagonizados por el hijo tonto de
Carter y su cuñada. Así que quizá en otro momento.
Los
dioses de Marte narra el enfrentamiento de John Carter en contra de la
religión de los marcianos que ha sido descrita ya en La princesa de Marte. La diosa Issus, que se presenta como una diosa
viva, se revela aquí como una criatura mezquina, pagada de sí, que lo único que
quiere es dominar a todo Barsoom. Por otro lado, si en La princesa de Marte se presentaban a los hombres verdes y los
rojos, en esta ocasión también aparecen los Thern
–blancos y calvos-, los Primeros Nacidos –Negros-, los monos blancos, los
hombres planta, y se menciona la raza amarilla. Una de las partes más bellas de
este volumen es la narración que uno de los Primeros Nacidos hace del mito de
creación de Barsoom,
Mi
raza es la más antigua del planeta. Arranca nuestra alcurnia directamente, y
sin interrupción, del árbol de la Vida, que floreció en el centro del valle de
Dor hace veintitrés millones de años.
Durante
incontables períodos el fruto de este árbol, soportó los cambios normales de la
evolución, pasando por grados, de la verdadera vida planetaria, a la
combinación de planta y animal. En las primeras fases el fruto del árbol poseía
sólo el poder de la acción muscular independiente, mientras que el tallo
permanecía unido a la planta paterna, hasta que más tarde se desarrolló en el
fruto un cerebro, de suerte que aunque colgando todavía al final de sus largos
tallos, pensaban y se movían como individuos.(p. 133)
Así,
la vida surge de un árbol enorme cuyo fruto al fin da al suelo y de donde los
primeros pobladores del mundo salieron, cada quien en su propia dirección.
Infortunadamente,
a pesar de ser el mejor libro de la serie, la traducción de este volumen dejó
mucho que desear, no solo por haber tenido que leer más de una vez Juan Carter,
sino porque tuve que volver sobre varios párrafos, una y otra vez para poder
entenderlos, no por la dificultad de lo narrado, sino por la enrevesada
gramática empleada por, asumo, J. Duvon.
Ya
el Guerrero de Marte es un gran
colofón para la primera parte de esta serie, pues señala en encuentro de John
Carter y Dejah Thoris, pero también un cubrimiento mucho mayor de la geografía
y política marciana. También termina de bordar un Carter primario que no teme
decir de sí mismo “Soy un guerrero y no un hombre de ciencia” (p. 540) y
Siempre
he sido pronto en decidir y obrar. El impulso que me mueve y la obra parecen
simultáneos, porque si mi mente lleva a cabo la tediosa formalidad del
razonamiento, debe de ser un acto inconsciente del cual no me doy cuenta. Como
según los psicólogos los inconscientes no razonan, un examen demasiado severo
de mi actividad mental podría resultar poco halagüeño; pero sea como fuera,
siempre he logrado el éxito, mientras el pensador seguía aún en su eterna tarea
de comparar los diversos juicios (p. 596).
Así, el espíritu pulp de la obra se revela en
plena magnificencia: narración plena, paisajes exóticos, villanos por doquier,
hermosas mujeres y, por supuesto, un héroe fanfarrón y sin ningún temor a entrar
en acción.
Por último, para no perder el espíritu
melodramático de la obra me despido con esta frase de Carter, “La muerte me
miró a la cara; mas yo, realmente, no me acuerdo del instante preciso en que
sentí el beso helado de sus labios letales” (p. 371).
Leído.
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